viernes, enero 21, 2011

Ifigenia en Táuride


Qué gustazo que después de tanto siglo XX se nos programe una ópera tan clásica.
Ifigenia en Táuride es una maravilla para los oídos. Escuchándola se da uno cuenta de verdad de eso tan leído de que Gluck es el reformador de la Ópera y el puente entre el Barroco y el Clasicismo. Sin tener ningún fragmento.... llamémoslo "tarareable", la música se mete en la cabeza y va fluyendo con una facilidad pasmosa, haciéndote partícipe del drama. No es una ópera que me pondría en casa para escuchar, pero en teatro se disfruta mucho.

Y encima anoche función sobresaliente, porque todos los elementos estaban a muy alto nivel.
Ovación para orquesta y coro, en su punto, sabiendo lo que tocaban/cantaban y haciéndolo a la perfección.


La producción es muy Carsen: espacio vacío y figurantes componiendo ellos los elementos de escenografía. Algo ya visto en los Diálogos de Carmelitas y que también recordaba a la Kabanova. Nada novedoso pero muy efectivo y yo diría que magistral, porque sólo con espadas, tiza, agua y juegos de luz y sombras consigue explicar perfectamente el argumento, con momentos que ponen los pelos de punta.

Porque vamos a ver las dos maneras de ver el argumento de Ifigenia en Táuride:

1) Ifigenia es una sacerdotisa que debe sacrificar a los dioses a todo extranjero que llegue a la isla de Táuride. Allí llega Orestes, su hermano, aunque no se reconocen. Cuando está a punto de hacer el sacrificio, descubren que son hermanos y la intercesión de Diana les permite huir y volver juntos a Micenas.

Ésta es básicamente la idea que nos pusieron en el Teatro de la Zarzuela hace unos quince años, con Diana Montague acojonada cantando encima de una torre de unos cuatro metros de altura en una producción muy estrambótica de beni Montresor para el Colón de Buenos Aires. El final con la diosa Diana en plan Estatua de la Libertad/Norma Duval con profusión de neones y chiribitas fue de traca.



y 2) Agamenón ha ofrecido en sacrificio a su hija Ifigenia para calmar a los dioses. A la vuelta a casa tras la guerra de Troya, es asesinado por su mujer Clitemnestra (de verduras) y su amante. Su otra hija, con un complejo de Electra que te cagas -cómo se llamaba... cómo se llamaba...-, clama venganza y hace que su hermano Orestes vengue a su padre, matando a madre y amante. Electra se vuelve loca y Orestes acaba atormentado y perseguido por las furias por parricida. Acaba como quien no quiere la cosa en Táuride, donde Ifigenia está de suma sacerdotisa porque Artemisa/Diana la salvó en última instancia pero nadie se había enterado. Ifigenia debe sacrificar a todo extranjero que aparezca por allí y claro, le toca cargarse a su hermano.

Esto es lo que nos cuenta Carsen: un dramón de padre y muy señor mío con una familia en la que los que no se han matado entre ellos están o locos o creyendo que los demás están muertos. El final feliz de la ópera no es tan happy ending como parece: los dioses lo arreglan todo y hala, a volver a Grecia tan panchos pero, ¿en qué estado y a qué precio? El momento final de la obra es sobrecogedor.


Pero claro, por mucha puesta en escena no hay ópera que funcione sin unos intérpretes de nivel. Y ayer estuvieron todos de miedo.

Maite Alberola (la Katiuska alienada) estuvo deliciosa de diosa Diana. Y además cantando desde fuera del escenario con un efecto sonoro muy llamativo.

Paul Groves salvó Pílades pese a algún problema de emisión. Totalmente dentro de estilo, se marcó un final de tercer acto impresionante.


Plácido Domingo, el día de su 70º cumpleaños, que se dice pronto, estuvo estupendo. Vale que no es un papel para tenor y que su estilo de canto no va para nada con el clasicismo, pero joder, para quitarse el sombrero. Y esta vez más porque normalmente Domingo adapta los papeles a su propio estilo de canto (véase el Tamerlano de Händel, donde Bajazet se moría de una manera la mar de verdiana) pero esta vez se ha adaptado él al papel. Y además sin chupar cámara ni robar protagonismo.


Porque la prota la prota la prota es Susan Graham.
Qué maravilla de señora.
Y mira que yo sólo la había escuchado en algún barroco y en el disco de canciones francesas y me esperaba a la típica mezzo de bonito timbre y mucho gusto pero poca voz. ¡Para nada!
Voz homogénea, con proyección, con técnica, bella, expresiva... vamos, todo.
y le daba igual cantar atrás del todo, contra la pared o en la boca del teatro, sin ningún problema para oírsela.
Supo transmitir perfectamente el patetismo de su personaje, sus dudas, sus anhelos. Brava.

Hacía tiempo que no veía lanzar flores al escenario. Vale, ya estaban previstas, pero esta vez, con toda la razón.

Que muy bien, que salí con la satisfacción de haber presenciado un peazo espectáculo.


Ah, obsérvese el quintocoñismo de la posición de mi butaca, y eso que es en la parte baja del Paraíso :-)


Gluck.
Iphigénie en Tauride.
Teatro Real de Madrid, jueves 20 de enero de 2011
Susan Graham, Plácido Domingo, Paul Groves, Maite Alberola, Franck Ferrari
Thomas Hengelbrock, Robert Carsen

lunes, enero 17, 2011

El niño judío


Iba con muchas ganas a este niño judío del que tan bien había oído hablar cuando se programó en el año 2001. Y ay, chico, qué quieres que te diga. Vale que la música es de alto nivel y que la producción está cuidadísima, pero me ha parecido un tostoncete de no te menees.



Don Jenaro no quiere que su hija Concha se case con Samuel porque es judío, pero cuando descubre que en realidad es hijo de un rico comerciante judío de Siria, lo dejan todo y se embarcan los tres a la búsqueda del padre del chico. En Alepo descubren que el padre es un rajá de la India, y allá que se van, corriendo aventuras y peligros. Allí descubrirán finalmente el origen de Samuel, el niño judío.




No es que el texto se haya quedado anticuado o que el argumento sea absurdo, que a eso está ya uno acostumbrado, es que lo pretendidamente humorístico de la obra no me hacía ni pizca de gracia. Todo estaba salpicado de chistes y gracietas que encontré supertrasnochados. Y encima es una zarzuela en la que se habla mucho, muchísimo. De hecho, el primer cuadro no tiene más música que la del preludio. Vamos, que es una obra que para mí no hay por donde cogerla.

Pero claro, con ese libreto que se presta a todo tipo de delirios orientales, le pones una producción muy vistosa sin ser ostentosa ni escandalosamente espectacular y la adornas con un buen cuerpo de baile y voilà, queda una función la mar de llamativa.


La música es la mar de inspirada. Luna tenía una gran capacidad de crear melodías (la canción de Manacor es modélica en este aspecto). Siguió la moda de la época de ambientes exóticos pero dando toques españoles. Vamos, que tanto a la danza de las esclavas de Alepo como la de las sacerdotisas de la India les pones una castañuela y un taconeado y tranquilamente pasan por typical spanish.

Para esta representación se ha sustituido la trova de la esclava Rebeca por la danza del fuego de Benamor, otra zarzuela de Pablo Luna, un fragmento precioso, con la salvedad de que una señora que tenía dos filas más atrás creía que estaba en Madama Butterfly y se empeñó en canturrearlo como en el coro a boca cerrada.

La perla de El Niño Judío es la canción española. Conocidísima, maravillosa y justificadísima su fama. Y esta vez no fue señora cantando, sino una auténtica sinfonía de toses. Hombre, yo ya sé que la edad media de las personas que vamos a la zarzuela es de elevada a muy elevada y que en invierno se corren estos riesgos, pero joder, que ayer el teatro parecía un concurso de bronquíticos.



Por otra parte, como aparte de la canción española no hay fragmentos requeteconocidos, los Gremlins habituales no cantaron al ritmo de la música (además con los sobretítulos proyectados este es un tema peligrosísimo, porque ya no importa que no se sepan la letra: la leen). Las dos señoras de detrás nuestro nos proporcionaron una auténtica lección culinaria con una discusión acalorada sobre si la mousaka debe llevar o no patata (antes de empezar la zarzuela) y sobre las diferencias entre el cocido madrileño y el montañés (en el intermedio) mientras el señor a su lado decía: "oh, no, hoy tenemos cacatúas". Pero no, en cuanto empezó la música se comporatron como debe ser e incluso chistaron a los que hablaban. Muy bien.


Muy bien las coreografías y los bailarines. Antes de empezar, y durante el descanso, un grupo de danza oriental amenizó al público con tres hombres tocando una especie de bongos (el del centro, guapísimo, el hombre, no los bongos) y una chica con una espada. Y con alfombras e incienso para crear ambiente.

Del nivel musical la verdad prefiero no hablar mucho. A los cantantes (dos) los he escuchado en mejores ocasiones. El resto son actores que defienden bien las partes cantadas. Destacaría sólo a Jesús Castejón, solvente tanto cantando como actuando en el doble papel de los padres de la criatura y que además es el director de escena. La presencia de Eduardo Gómez (el portero de Aquí No Hay Quien Viva) puede que haga mucha gracia a los viejecitos del público al ser una cara conocida de la tele, pero, la verdad, a mí no.


Al principio me aburrí mucho. Luego intenté disfrutar de la parte musical y ya en el segundo acto la cosa se animó un poco. Pero vamos, la tan publicitada "astracanada cómica ideal para acercar la zarzuela a los nuevos públicos" para mí se quedó en una "digestión un poco pesada".

El teatro estaba lleno, quise sacar entradas para mis padres y estaban agotadas. Los laterales de arriba estaban vacíos, por lo que deduzco que en el Teatro de la Zarzuela ya no se venden las localidades de visibilidad nula.


Pablo Luna.
El niño judío (1918).
Teatro de la Zarzuela, Madrid, domingo 16 de enero de 2011.
Beatriz Lanza, Rafa Castejón, Miguel Sola, Jesús Castejón, Pedro Miguel Martínez, Berta Ojea, Ornili Azulay. Luis Remartínez / Jesús Castejón.

Mira

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